martes, abril 10, 2007

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A pesar de mi mala memoria siempre tuve facilidad para recordar momentos que todavía no pasaron o que, quizás, jamás ocurrirán. Así te evocaba, cuando te moriste:
"Me descalzé para ponerme los pies desnudos de baile, abrí la puerta de mi casa y salí a la pista. La banda estaba por empezar y, como el director era un gran amigo mío, me prometió tocar ese tema.
Con las primeras notas empezó el trance; entré por el vórtice de la música al delirio pendulante de todos los miembros. Los violines tomaron el control de mis brazos, fluctuantes a su capricho; la percusión clavó su bandera en mis rodillas, ordenando saltos y torciones sin ningún tipo de contemplación; el piano tomó la columna vertebral y las tompetas dispusieron de la cabeza.
Note que faltabas tras resbalar y caer sobre tu estanque de sangre. Salí como pude, empapado y ahogado. ¿Por qué la habrías derramado toda? Elevé la vista y encontré la causa: la titánica estatua que te esculpiese te aplastó."

Desgarrado por este recuerdo me deslicé en el colchón y arranqué las sábanas. Mi cuarto no era seguro. Las paredes de nube y arena no parecían demasiado sólidas y el cieloraso del firmamento conoció tiempos mejores: los cables de encendido de las luces estaban en corto; solo una estrella de bajo consumo prendía. Habría que sentarse a esperarlas. Sabía que vendrían. Sentarse sobre las dunas. Esperar. Pronto escucharía el severo revoloteo de las gárgolas, el roce de sus alas de cemento, la estridencia de sus graznidos de caza, el tañido de sus campanas de guerra.
Sentarse a esperarlas.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Esperar, ya me está empezando a fastidiar solamente que exista esa palabra.

10:43 a. m.  

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